Café para nadie
Resulta que es igual el modo porque el afán que se halla enfrente es el mismo: el cierre descentralizador que impide encauzar en el Estado la voluntad de las naciones. Y eso tiene un coste para el ciudadano también en las preocupaciones que, dicen, son prioritarias
PARECE que tampoco la vía catalana sirve para hacer avanzar el Estado de las autonomías hacia un fortalecimiento del autogobierno en las nacionalidades históricas del Estado. Conviene empezar por aquí para recordar a quienes durante tiempo reprocharon al nacionalismo vasco su actitud reivindicativa frente a la presuntamente más pactista del catalán. Hoy, podemos encontrar a Miquel Roca, un exponente histórico de esa tradición pactista y uno de los llamados "padres de la Constitución", exhibir su desencanto: "El pacto constituyente, el espíritu de la transición ha sido finiquitado; ahora toca rehacer el pacto". Fue su valoración a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Otro de aquellos próceres, Manuel Fraga, fue incluso más explícito al valorar lo que supone la sentencia: "Viva España" (sic).
Planteado el asunto en estos términos, la primera pregunta es si resulta posible un pacto en el Estado. Conste que la expresión no es una errata. No estamos ya ante la conveniencia de pactar con el Estado sino ante la evidencia de que hay una grave ruptura de las relaciones en el Estado. Esa relación ha involucionado desde 1978 hasta el día de hoy hacia un modelo de descentralización del núcleo hacia la periferia que supedita a ésta a la voluntad de aquél. Se niega la bilateralidad porque se niega el reconocimiento. No hay, como dice Miquel Roca, "pacto constituyente" porque sencillamente no hay reconocimiento ya de las partes del pacto.
La nación española se define hoy no tanto por los principios clásicos de territorio, identidad sociocultural y voluntad política expresada a través del consenso suficiente sino por la exclusividad en el manejo de esos principios. Es la diferenciación por la exclusividad la que induce sus más fervientes adalides a negar identidades y voluntades simultáneas, en el mejor de los casos, y objetivamente reconocidas en los propios textos constituyentes de la democracia española. A cambio, se pretende que la expresión de los derechos históricos que asisten a pueblos como el catalán, el vasco o el gallego se han evaporado en la taza del café para todos en el que, sin embargo, sí habría sitio para 17 autonomías-nación. Todas ellas, por supuesto, carentes de los derechos históricos que diferenciaron en su día en la redacción constitucional a las nacionalidades de las regiones.
La debilidad del proyecto nacional español la aportan quienes lo entienden amenazado por la preexistencia de ciudadanos, de pueblos, con voluntad nacional y derecho propio. Ante esa realidad, la respuesta de una mayoría nacionalista española es someter la primera vaciando el segundo. Es cuestionable la fortaleza de la nación española si para estar viva necesita serlo en exclusiva. Exigiendo al resto de naciones para ser reconocidas su renuncia al derecho inherente de organizarse según voluntad propia. Eso le reclama a Catalunya el Tribunal Constitucional: que reduzca el concepto de nación a un significante sin significado, sin materializar nunca su legitimidad.
Hay, por tanto, una vocación de contención en este modo de aproximarse a las realidades nacionales del Estado español. Pero su efecto no es el de fortalecer un proyecto político que hoy tiene dimensión transnacional en lo que más nos afecta -como pone de manifiesto la experiencia europea y globalizadora- mediante el consenso, la libre adhesión y la bilateralidad. Esos activos de convivencia los ofrecía hoy el Estatut catalán y los ofrecía ayer el Nuevo Estatuto vasco que fue aprobado en el Parlamento de Gasteiz y defendido por Ibarretxe ante un Congreso autista y presuntamente feliz y sabio al modo de los tres monos de Toshogu (con ojos, oídos y boca tapados para eludir los males del mundo pero, lamentablemente, también su realidad). La lógica de esta actuación tiene más que ver con la persistencia de un statu quo que sólo es posible sometiendo voluntades nacionales mayoritarias al arbitrio de otras externas y legalmente impuestas como superiores. Las mayorías sociales y políticas vasca y catalana son una amenaza para los proyectos nacionalistas españoles, minoritarios aquí y mucho más allí, donde la tradición socialista se acuñó en tanto que catalana mientras la vasca se entiende mayoritariamente española. Sus promotores renuncian al consenso de voluntades como eje de la construcción de su nación porque el resultante de ese encuentro de miradas no encaja con el discurso de "500 años de historia común".
La consecuencia es un esquema de estructuración administrativa del Estado que pasa del café para todos al café para nadie y en el que los principios y derechos de las naciones sin Estado y la voluntad de sus ciudadanos desaparecen dejando tras de sí una carcasa hueca, una rotulación al final de una calle sin salida que lo mismo se puede aplicar a Euskadi o Catalunya, que a Andalucía, Aragón o Valencia. El modelo nacional español no sufre con ello porque la voluntad de estos pueblos no tiene cauce de desarrollo.
Metidos en la dialéctica, hay una trampa argumental recurrente. Las voces que más se esmeran en poner coto a la expresión de voluntades son las que más argumentan que las demandas de Euskadi y Catalunya no son preocupación principal de los ciudadanos de estos países. Sin duda, hoy las preocupaciones inmediatas de cualquier ciudadano pasan por las expectativas económicas y sus propias necesidades vitales asociadas a aquéllas. Por el paro, la sostenibilidad del sistema de pensiones, la del modelo social de bienestar y coberturas de derechos universales como la educación o la salud. Esto es incuestionable.
Como lo es que el modo de afrontar soluciones para estas necesidades vitales pasa por un determinado marco legal y una determinada organización política y administrativa con espacios de decisión propia y otros de aplicación de decisiones sobrevenidas. Hay sobrados ejemplos en los últimos meses de soberanías mal gestionadas y medidas impuestas por terceros. Y de gestiones ajenas con consecuencias en lo que nos es más propio. Precisamente esta experiencia es la que pone más en valor y de mayor actualidad el debate sobre las capacidades de autogobierno y la definición de las fórmulas con las que afrontar la resolución de estos problemas que preocupan al ciudadano. Ésta es una partida que se juega ahora en Catalunya como se ha venido jugando siempre en Euskadi. Y que seguirá sobre el tapete aunque las cartas estén marcadas por actuaciones como las de este agónico Tribunal Constitucional.