Convicciones y sentimientos (políticos)
Las convicciones políticas se mantienen intocables y toca a los políticos discurrir tácticas y medios flexibles para conseguir su implantación, la crisis de pertenencia al Estado chirría ya en su vicio de origen. El dedo ya está puesto en la llaga
Por José Ramón Scheifler, * Profesor emérito de la Universidad de Deusto - Jueves, 29 de Julio de 2010 - Actualizado a las 04:39h.
LAS convicciones y sentimientos políticos son quizá con los éticos y religiosos lo que más solidez dan a la persona humana; forman la estructura de su personalidad y la base de su identidad. Convicciones y sentimientos profundos e intensos, firmes y frecuentemente antiguos.
Podría parecer que con la gravedad de la crisis financiera y el espectáculo de políticos corruptos estas convicciones y sentimientos políticos se cotizaban muy a la baja entre nosotros. La reacción popular en Catalunya, el sábado 10, contra la sentencia del TC por cargarse varios puntos vitales del Estatut ha mostrado todo lo contrario. No ha habido en Catalunya manifestación mayor que ésta que ha levantado en vilo a su "nación con derecho a decidir". Paradójicamente, por el lado contrario, un triunfo futbolístico al día siguiente se ha convertido en buena parte en exaltación nerviosa del nacionalismo español en exclusiva: una sola nación, la española, y esa indisoluble, vigilada por las Fuerzas Armadas. Esos dos artículos de la Constitución que vengo denunciando desde hace treinta años.
Se suele decir que en política la experiencia tiene la palabra. Lo afirma Maquiavelo y lo confirma Spinoza, ese filósofo y teólogo -el predilecto de Einstein- que, ya en el siglo XVI, relacionó los tres campos de estas convicciones y sentimientos en sendos tratados: teológico, ético y político. Todo politólogo cuenta con la experiencia; también con la reflexión y raciocinio antes y después de aquella. Y nadie, tratándose de sus convicciones políticas -"animal político", definió Aristóteles al ser humano-, puede prescindir de sus experiencias propias y su capacidad de sentirlas.
Sé de alguien -por bajar a lo concreto- que despertó a la razón y a la política sintiendo ya, en esos primeros años y en el seno de su familia, la dictadura represiva del general Primo de Rivera (1923-1929) y el cierre de un diario que tenía mucho que ver con su padre. Dictadura fue para aquel niño como una palabra maldita. Por ese tiempo, sus lecturas y excursiones inyectaron en su sangre con el hechizo de su tierra, de sus montes y de sus mares, de sus mitos y leyendas, con el misterio de la lengua de sus antepasados, el alma multimilenaria de su pueblo. Dictadura y libertad, dos palabras enemigas. Y otras casi sagradas: pueblo y patria. Al abrirse a la juventud, la caída de la monarquía y estallido de la II República coincidió con su lectura de la tragedia de César. Sin tocar la fachada de La República se convirtió en dictador. Las palabras de Bruto, en Shakespeare, se le grabaron a fuego: "Porque César me quiso, yo le lloro; porque fue afortunado, yo me alegro; porque era valeroso, le honro; porque era ambicioso, le maté. No porque amara menos a César, sino porque amaba más a Roma".
Con amor innato a la libertad y a su tierra, aunque con horror a matar a nadie por ello, la libertad de cada pueblo para gobernarse fue la convicción más firme de su pensamiento político. Como otros muchos, vio el comienzo de su juventud y su futuro sacudido por otra rebelión militar que convertida en la Guerra Civil se consumaría en dictadura que comenzó a padecer fuera de su tierra… Experiencias parecidas, años sin duda turbulentos, crueles, indeseables, contribuyeron a formar convicciones serias, definitivas; lo mismo religiosas, éticas que políticas. Si alguien quiere llamar a la última patriotismo, debe saber que éste "no es un breve y frenético estallido de emoción, sino la imperturbable dedicación de toda una vida" (Adlai Stevenson).
Con la convicción de libertad política individual y colectiva, otra básica, muy común hoy en Occidente, es la democrática. Pese a las deficiencias y debilidades de la democracia en sí misma y de muchas democracias existentes, regímenes democráticos que el papel aguanta y el pueblo padece. No le fue fácil en la Europa cristiana desde el medievo. La doctrina paulina (Romanos 13) del poder divino y directo a la autoridad llevó a la coronación papal de los emperadores y a las monarquías absolutas y confesionales de los Austrias y los Borbón. Ella fue en buena parte la causa de la expulsión real, primero; y disolución papal después, de quienes defendieron el poder, o mejor, el derecho natural del pueblo a delegarlo eligiendo libremente a sus gobernantes. La democracia se impone como sistema político en Occidente; sin embargo, muchas convicciones democráticas siguen costando cárceles y muertes en regímenes que se apoyaron en el pueblo o fueron ingenuamente levantados por él; también en algunos que conservan la fachada democrática con muchos huecos en su interior.
Las convicciones políticas se mantienen inmutables. Toca a los políticos profesionales por vocación discurrir tácticas y medios flexibles en el juego político para conseguir su implantación en el poder. Churchill fue conservador antes de hacerse liberal, volvió a ser lo que era, conservador, ganó la guerra y perdió las elecciones. Menahen Begim actuó como terrorista, llegó a primer ministro y firmó la paz con Egipto. Pienso que hay convicciones políticas que no cambian sin suicidio político del sujeto. No hablo ni de fanáticos ni de sus parientes más o menos próximos. Ni de patologías.
Desde que se inició el proceso de formación de los Estados modernos, los politólogos centraron su discurso en la composición y estructura, conservación y cambio de los Estados constitucionales. Desde el fin de la I Guerra Mundial hemos visto emerger nuevos Estados; desde el fin de la II Guerra Mundial y de la desconolización hasta el presente no cesan ni cesarán de crearse nuevos Estados. Asistimos al difícil intento de construir una Europa como federación o confederación de Estados existentes, hacia un tipo de unidad que respete las diversas identidades nacionales, muchas ferozmente nacionalistas. Pero, a la inversa, en varios de los actuales Estados, fuera y dentro de la Unión Europea, la crisis de pertenencia al Estado chirría o suda sangre. ¿No es éste el caso de Chechenia en Rusia? ¿Qué ata a Abjasia y Osetia del Sur con Georgia? Kosovo está ya desgajado de Serbia. Y dentro de la UE ¿está solucionado el problema de Irlanda del Norte con Gran Bretaña? ¿Y el de Escocia? ¿Y Bélgica, entre flamencos y valones?
¿No entra también aquí el Estado español? Con Catalunya ha sido más respetuoso que con Euskadi. Lo sucedido con el Nuevo Estatuto Político para Euskadi del Parlamento Vasco fue más vergonzoso. Porque socialistas y populares se lo "cepillaron" (Guerra) sin leerlo ni discutirlo; y porque los partidos que lo aprobaron en el Parlamento Vasco ni convocaron una manifestación de protesta y dejaron volver a Ibarretxe como un derrotado. Es verdad que el Estatut llegó más tarde y, como estaban implicados en él los socialistas catalanes, Zapatero les prometió que saldría de Madrid como llegó de Barcelona. ¡Una más de Zapatero! El Congreso reformó el Estatut, pero lo aprobó ¡contra el PP! Éste le esperó en el TC y el augusto tribunal lo sentenció. Catalunya se ha echado a la calle con un lema que fue prácticamente el de Ibarretxe: "¡Somos una nación, nosotros decidimos!". El dedo está puesto en la llaga.
Por una parte, sucede que ni el PP ni el PSOE tienen visión realista del Estado. ¿Por qué se niegan a reconocer la pluralidad nacional del Estado? Por otra, la Constitución va a cumplir treinta y dos años. Aunque muchos vascos no la votamos, tuvo mucho mérito. Rompió por primera vez el centralismo admitiendo el Estado de las autonomías. Con las instituciones y gentes del franquismo en pie y el ruido de sables fuera del Congreso, fue un gran paso. Lástima que alguien les metiera el gol de la "nación única e indivisible" y la defensa de la "integridad territorial por las Fuerzas Armadas".
Sin embargo, treinta y dos son muchos años para Europa hoy y para un Estado constitucional con vicio de origen. Lo que ya en 1978 era para unos término final, para otros era punto de partida. El Tribunal Constitucional se ha dado de bruces con la realidad. Ésta exige hace tiempo reformar la Constitución, su desarrollo en positivo. Lo contrario de lo que se viene haciendo desde la Loapa, la Ley de Partidos Políticos, la "cepillada" al nuevo Estatuto vasco y la respuesta al catalán. La alternativa se llama federación, confederación e independencia.