En mi reflexión de la semana pasada citaba la opinión del profesor Javier Sádaba de que “lo que hoy entendemos por nacionalismo nace a finales del siglo XVIII, y que nace como doctrina progresista, si no revolucionaria”.
Esta su teoría me lleva a exponer algunas conclusiones de una nueva reflexión. Primera; si antes del XVIII no podía haber nacionalistas vascos, tampoco debe llamarnos la atención la hipótesis de que en el futuro nuestros descendientes puedan crear organizaciones políticas distintas a la nuestra actual, porque, como escribía J. L. Borges, “la historia no es algo que esté hecho, sino que se hace, en los sueños y en las vigilias”. La historia la hacemos entre todos. Cada generación la hace de una forma específica, y a veces poco tiene que ver la de predecesores. Hoy no sabemos qué será del nacionalismo dentro de varios siglos. Segunda: la internacionalización actual del “problema vasco” como producto del nacionalismo vasco es malintencionada, porque las aspiraciones vascas de autogobierno frente a los intentos centralistas de las monarquías españolas son muy anteriores a Sabino Arana.
Las teorías políticas del jesuita Padre Manuel Larramendi (1690-1760) son buen exponente. Larramendi vive en un contexto político español determinado: Carlos II hace el testamento a favor de Felipe V (Borbón); pero Carlos de Austria tiene también aspiraciones al mismo trono, y surge el conflicto que da lugar a la Guerra de Sucesión (1702-1713). Gana Felipe V y los Borbones se instalan en España. Pero junto sus políticas centralizadoras, es preciso recordar que en Europa se desarrollaban otras políticas: Inglaterra y Holanda desarrollaban sus políticas para lograr imponer el equilibrio europeo frente a la hegemonía de Francia y su monarca Luis XIV.
Lógicamente, Larramendi, por su formación universitaria y por su conocimiento y relaciones con la Corte española (era confesor de Mariana de Neoburg, viuda de Carlos II) poseía una información más que suficiente de la política, de la economía, de la vida social, de la Iglesia católica, de los movimientos religiosos, del pensamiento de los Caballeritos de Azkoitia, de los ideólogos de la Ilustración, de las teorías de Monstequieu y Rousseau etc. Con este su amplio bagaje de conocimientos escribió “¿Qué razón hay para que la Nación Bascongada, la primitiva pobladora de España, no sea nación aparte, nación de por sí, nación extensa e independiente de las demás? ¿Por qué el bascuence, la lengua tan viva y de más vida que otra ninguna, no ha de ver a todos los bascongados juntos, y unidos en una sola nación libre y exenta de otra lengua y nación; por qué las tres provincias de España (y no hablo ya del reino de Navarra) han de estar dependientes de Castilla, Gipuzkoa, Alava y Bizkaia, y otras tres dependientes de Francia, Labort, Zuberoa y Baja Navarra. Solicitemos a unos y a otros y nos llamaremos las Provincias Unidas del Pirineo”.
Evidentemente, el texto de Larramendi es un buen exponente de que la sociedad vasca estaba al tanto de las nuevas corrientes del nacionalismo como reivindicación de más democracia, y, por lo tanto, de abierta oposición al pensmiento político absolutista, centralista y centralizadora.La próxima semana comentaremos qué pensaba el propio Larramendi sobre la puesta en práctica de su planteamiento.
Josu Legarreta
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